martes, 3 de diciembre de 2013

EL ASEDIO DEL CASTILLO DE MONTEARAGÓN

Hola!

Hace unos días, nos llegó desde el Ayuntamiento de Ricla una carta que os reproducimos a continuación, con un interés meramente histórico.

La carta la remite el alcalde de Ricla, e incluye un texto escrito por Verónica Crespo, suponemos que al dictado de D. Antonio López Cobo, que además de ser el señor más anciano del pueblo, estuvo en el transcurso del asedio que se produjo al Castillo de Montearagón durante la guerra civil española.

Nos parece interesante ya que es un pasaje de la historia que transcurrió aquí mismo. La carta dice así:


Historia de un asedio
Antonio López Cobos es el hombre más anciano de Ricla  Cuenta con 100 años de historias y vivencias. A continuación se narra uno de los acontecimientos más duros de su vida: el sitio de Montearagón. Un bloqueo de las tropas franquistas en el castillo oscense que duró 30 días. Antonio López estuvo allí y es el único superviviente que todavía puede recordar esta historia. 
El 18 de julio de 1936 tuvo lugar una sublevación militar contra el Gobierno de la República. Comenzaba la Guerra Civil. Ese día, Antonio López Cobos estaba en su pueblo, Ricla, y acababa de finalizar el servicio militar. López Cobos fue movilizado por haber sido ascendido a cabo durante la mili (era el único del pueblo con ese rango que había sido llamado) y se trasladó a Jaca el día 25 de julio. “Salimos una columna de soldados al mando de un comandante hacia Huesca”. Antonio recuerda cómo hizo el trayecto Jaca-Ayerbe en tren (el famoso ‘Canfranero’) y de ahí hasta Huesca fueron caminando. 
En Huesca estuvieron veinte días defendiendo la ciudad. Para ello se ubicaron en el cementerio desde donde coordinaban los ataques. Un día fueron llamados a formar dentro del Campo Santo. “Vamos a liberar a un pueblo que se llama Quicena”. El comandante informó a su columna del nuevo destino y partieron rumbo a la localidad. 
En Quicena pronto fueron conscientes del desconcierto de los vecinos, ya que apenas conocían la situación del país. “Llegamos nosotros y pusimos orden”, puntualiza Antonio López. Aunque este grupo de soldados apenas pudo instalarse en Quicena ya que la primera noche alertaron unas luces por la carretera. Eran camiones que llegaban a hacer frente a los militares. El alcalde de Quicena recomendó a la Primera Compañía dirigirse al castillo de Montearagón. Aunque era un lugar en ruinas, la posición del castillo les ofrecería una posición privilegiada para defenderse. 
Antonio y su equipo llegaron a Montearagón la noche del 1 de septiembre sin saber que en ese lugar iban a vivir una de las situaciones más dramáticas de sus vidas. La compañía que dirigía el sargento Roque Pueyo, natural de Jaca, estuvo sitiada en el castillo durante treinta días sin comida ni comunicación con el exterior.
Al llegar al castillo se encontraron con una fortificación prácticamente derrumbada. Apenas quedaban restos de unas grandes puertas de madera y tuvieron que buscar bloques de piedra para hacer una puerta provisional. 
Por la noche un grupo de ocho o diez soldados salían hasta el río  FLUMEN, que formaba la línea que separaba a los dos bandos. Allí llenaban sus cantimploras de agua para poder abastecer a todo el grupo. La recogida de agua se convirtió en una operación de máximo riesgo ya que el acercamiento al bando enemigo era máximo. De ahí que muchos militares fueran descubiertos por los republicanos y murieran en esta hazaña. 
En uno de estos viajes para recoger agua avistaron un campo de remolacha azucarera y desde entonces aprovechaban el viaje para llevar al castillo agua y remolacha que repartían a partes iguales.
Primeras bajas
La alimentación a base de remolacha no duró mucho ya que el campo era pequeño y el número de militares ascendía a 80. La tercera semana de septiembre la remolacha se terminó y el único alimento de los sitiados era el agua. Poco a poco los soldados fueron enfermando, incluso algunos llegaron a morir. Entre ellos había un licenciado en medicina y gracias a sus conocimientos pudo salvar la vida a muchos hombres. 
Los enfrentamientos entre militares sitiados y republicanos eran constantes. Ocho personas murieron dentro del castillo por impactos directos de balas o pequeñas bombas de mano. Aun así, Antonio recuerda que “los enemigos no eran soldados sino milicianos de la CNT y no estaban bien organizados”. Ello sirvió para que los militares aun contando con poca munición, pudieran hacer frente a sus enemigos. 
Los que fallecían eran enterrados en una cripta que había debajo de la iglesia del castillo. “Los amortajábamos con casullas y albas de celebrar misas. Encontramos muchas albas allí que fueron muy útiles para que el médico pudiera hacer vendajes y curas”, explica Antonio. 
El día 20 de asedio recibieron apoyo exterior de un grupo de legionarios que llegaban de una batalla en Irún. Les  dirigía un famoso coronel que había sido herido en la anterior batalla y apenas había curado una herida de bala en el brazo. Desde el castillo pudieron presenciar los enfrentamientos entre legionarios y milicianos pero no pudieron contribuir en la lucha ya que se habían quedado sin munición.  Una mañana escucharon el sonar de una trompeta y presenciaron la retirada de los legionarios. El brazo del coronel se había gangrenado por la falta de cura. Murió días después. Antonio y sus compañeros estaban solos de nuevo, pero ahora no tenían ni comida ni munición. 
El padre de Antonio López viajó a Huesca para tener noticias de su hijo. A su llegada escuchó el rumor de que había muerto uno de los cabos que permanecían sitiados en Montearagón. El nombre del cabo era Antonio López. Como las noticias no eran del todo seguras, decidió volver a su pueblo y esperar una confirmación oficial antes de informar a la familia. Había muerto Antonio López, pero no era el riclano, sino otro cabo con el mismo nombre. 
La única comunicación de los sitiados con el exterior era a través de heliógrafo, un sistema de señales de luces, con el que conectaban con la Catedral de Huesca. De esta manera trasladaban al Alto Mando las últimas novedades. 
“Con la salida del primer rayo de sol los supervivientes deberán estar preparados cerca del río y cuando escuchen una salva deberán salir corriendo hacia Huesca”. Esta fue la comunicación que los militares recibieron el día 30 de septiembre. El aislamiento terminaba pero la salida no iba a ser nada fácil. 
Uno de los compañeros de Antonio era natural de Alfamén y entre los dos vecinos había una especial amistad. Este soldado fue alcanzado por una bomba de mano (“de fabricación francesa”, puntualiza Antonio) que explotó entre sus piernas. “Cuando comenzamos la retirada me pidió que lo salvara y cargué con los dos fusiles y con él a la espalda. Así cruzamos el río y llegamos hasta Huesca donde nos esperaban camillas y ambulancias”. Antonio López todavía recuerda el esfuerzo y el agotamiento de este último día de asedio. Muchos de los que salieron de Montearagón no llegaron a Huesca ya que fueron alcanzados por los milicianos y fueron cogidos prisioneros. 
Una vez en la ciudad los trasladaron al Regimiento de Infantería nº20 de Huesca, un edificio amplio que albergaba personal militar y civil. Allí recibieron ropa, comida caliente y aseo. Los heridos fueron trasladados a hospitales y todos recibieron una ristra de chorizo fabricado en Logroño. “A las cuatro de la tarde no le quedaba chorizo a ninguno”. 
Los padres de Antonio lo visitaron en Huesca siendo conscientes del riesgo que podían tener al entrar en una ciudad que estaba siendo continuamente bombardeada. Pero no quisieron perderse la llegada de su hijo y el posterior reconocimiento que las autoridades militares iban a hacerle.  
El Capitán General de Aragón, don Virgilio Cabanillas, se trasladó a Huesca a felicitar a los supervivientes. Antonio López recibió dos galeones y fue ascendido a sargento con un sueldo de 333 pesetas al mes. Toda una fortuna con la que más adelante se licenciaría alejándose de la vida militar y eligiendo Ricla como el mejor lugar donde vivir, formar una familia, seguir contando años y recordando historias como esta. 


Verónica Crespo

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